Atardecía y el tren de Chihuahua tocó la bocina. Una fila de fanáticos, vestidos de negro en su mayoría, aguardaba a la salida del bar House of Blues, el cual se encuentra a dos tiros de piedra de las vías del ferrocarril y deslucen a su alrededor algunos terrenos baldíos en donde la hierba seca y el polvo imperan.
Un día antes, una veintena de fanáticos se presentaron en la convivencia/rueda de prensa con los miembros de Carcass, consternados por el hecho de que una ciudad tan pequeña albergara a una de las bandas más representativas del death metal y el grindcore.

“How come you decided to come to such a little city as Chihuahua?”, preguntaban con acento norteño/mexicano los admiradores. Creo que ni ellos mismos sabían qué hacían por acá y ciertamente el House of Blues no reunió a más de un millar de personas, aunque ello no significó una falta de entusiasmo.
El lugar que antaño fuera reconocido por la música de banda, el country y otros géneros mayoritariamente aceptados en el norte del país (aunque no el verdadero Norteño), ahora se encuentra tapizado por lonas con portadas de discos metaleros y/o de bandas de rock y metal.

La primera banda en subir al escenario fue Lord Piggy, una agrupación de pornogore en la que una amiga cercana tocó durante algún tiempo el bajo y que ella misma describió como: “pues ni sé tocar el bajo, güey, pero me dijeron que quieren chichis en la banda”.

Con la consigna: “Chingazos, no aplausos”, tocaron su repertorio ante un público incipiente, sobrio y aún encandilado por los últimos rayos solares. Le siguieron un par de agrupaciones: Behold the grave y Día de los muertos, ésta última, originaria de Los Ángeles, California y que encendió el entusiasmo de los asistentes gracias a la presencia de una exquisita y delicada vocalista, que emitió un gutural vibrante y limpio durante casi una hora.

El momento esperado llegó luego de las 11:30 de la noche; al finalizar la primera canción “1985”, que fue acogida como un preludio del desmadre, Raúl, el Kalaka (como lo conozco desde hace más de diez años, así como a su afición por el metal), despertó de su aburrimiento como quien recibe una descarga eléctrica y me dio su vaso de cerveza: “Creo que esa me gusta”, dijo y se metió al slam para ya no volver a salir durante el resto de la noche, más que para agarrar aire y cerveza: así como decenas de otros eufóricos asistentes.

“Está usted presenciando lo que se llama el slam de etiqueta”, me explicó Chuy, antes de aventarse a los chingazos. Y es que hay una especie de hermandad o código de cortesía en el slam que, por más que se empujen, se golpeen, se pateen, se jalen las greñas largas y oscuras, aunque estén bañados y empapados del sudor de cincuenta o cien cabrones y se den asco a sí mismos y a sus morras, o se rompan la ropa y se amontonen los unos sobre los otros… cuando uno de ellos se cae, entre todos lo levantan y a empujones lo llevan de nuevo al centro del mosh.

Pablo me abrazó y dijo mirando la mini vorágine: “¿te avientas o qué?”. Va, pensé. Asentí y me sentí rodeada por un montón de cuerpos pesados, de puños cerrados y botas con puntas de acero, que bien pudieron molerme a putazos en un par de minutos.

Ya frente al escenario, nos amontonamos mientras brincábamos y headbangueábamos sin piedad, sosteniéndonos de los hombros del de enfrente para saltar más alto, para gritar más fuerte, para elevar los puños con los cuernos del metal.

Un güey de casi dos metros de estatura y no menos de cien kilogramos cayó con el talón de su bota justo en mi tobillo (que durante al menos una semana ostentó un bonito color púrpura); el cabello se me enredaba en las cabelleras de los demás, pisé a un montón de gente y en la cabeza recibí rodillazos, codazos y vi muy de cerca más de un par de traseros que estuve a punto de besar involuntariamente; cargué con todas mis fuerzas a los que pasaban por encima de mí, sin temor a que cayeran y rechacé la oferta de ser yo la que fuera elevada por un mar (muy pequeño) de gente.

No sé cuánto tiempo pasó, pero salí para dedicarme a headbanguear y cuidar que no me succionara de nuevo el remolino de gente (un güey terminó en el hospital con un par de costillas rotas). Fue cosa de una hora y media, durante la cual los fanáticos de la legendaria banda del death metal brincaron, cantaron e hicieron slam sin parar, inyectados con la energía y la brutalidad de las canciones de la agrupación británica.

Finalmente, los músicos bajaron del escenario y el público comenzó a salir al frío aire, empapados de sudor y borrachos, en busca de un after, a pesar de que era jueves; para poder caminar había que echar a un lado un montón de vasos de plástico y cartón, así como latas y un montón de colillas de cigarro.
El caos remanente quedó tras las botas, converse y tenis de cientos de chihuahuenses que, aún saliendo como de un sueño, aún con las miradas destellantes de adrenalina y euforia, las espaldas y cabelleras empapadas de sudor y cerveza, aún no podían creer que Carcass hubiese llegado acá.

Y por un momento, la brutalidad, la sangre, las historias cruentas y la ferocidad que vemos en los tabloides, escuchamos en las esquinas o vivimos día con día, enfrentándonos a la realidad y al estupor de lo cotidiano, por un momento, todo ello se redujo al toquín de metal más épico que habíamos visto acá por Rancho Grande.



Foto: Carcass en el Festival Vagos Open Air 2010 (Aveiro-Portugal), por Marcos Prieto Alonso. Tomada de Wikipedia.
Carcass, ¿en Chihuahua?
Published:

Carcass, ¿en Chihuahua?

Published:

Creative Fields